
Te invito a leer el post anterior.
«Otra característica de las personas oprimidas resulta ser «la violencia horizontal»: tienden a desahogar sus frustraciones y desesperaciones con sus compañeros de una forma agresiva y a veces violenta»
Esta cita del libro Cuando los pobres nos llaman a la conversión, escrito por Gustavo Reimondo señala que también es una realidad que, muchas veces, las personas de la calle, sea por su educación (o falta de esta), o simplemente como consecuencia de la forma de vida que llevan, no logran reaccionar de la mejor manera frente a situaciones que no se desarrollan como esperan o no logran comunicar lo que desean y terminan desbordándose y agrediendo a quienes están ahí para ayudarles. Esto le ocurrió a Chiro, cuando las horas de espera en el hospital se hacían cada vez más extensas:
«Fuimos al sector de espera. (…) Cuando llegamos había unas 10 personas adelante. A la hora ya habían atendido a esas 10 personas y podría decirse que habían llegado otras 10 personas nuevas. Pasadas las dos horas, continuábamos allí, y ya habían atendido a las 10 personas nuevas, y ya había otras 8 más. Entre tanto ya, Wilson, un muchacho que hace unos meses está en la ranchada y es de una zona rural-industrial de San Juan, se había recostado en el suelo. La Chiro se fue a la recepción y reclamó que se le diga si habían pasado la lista de pacientes a la guardia. Obviamente, ella lo hizo a su manera. Me acerqué y como quien quiere apaciguar la cosa, la saqué de allí, pero ella no reaccionó bien y dijo que se iba, dado que yo, tomando control de su silla de ruedas, había impedido que se moviera con libertad.»
Frente a situaciones como esta es muy importante recordar que en el rol de acompañamiento a las personas marginadas, debemos ser facilitadores, pero no tomar acción o decisiones por ellos. Debemos darles las herramientas y recursos para que puedan desenvolverse por su propia cuenta.
Continuemos leyendo la tercera parte
Fuentes:
G. Reimondo, «Cuando los pobres nos llaman a la conversión», 2018
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